La situación de Gran Bretaña a finales de la primavera de 1940 era muy desesperada. El Ejército francés estaba a punto de ser derrotado y las posibilidades de un desembarco alemán en las islas eran cada vez más altas. En esos momentos, Winston S. Churchill ya era Jefe del Gobierno británico. Su férreo convencimiento en la victoria final contra Alemania y su liderazgo indiscutible parecían ser los únicos atisbos de esperanza que le quedaban al pueblo británico.
Durante esos días el gobierno que lideraba Churchill tuvo que tomar decisiones a toda vista impopulares. La extrema dificultad de la situación y la soledad ante un enemigo todo poderoso, hizo que el Parlamento aprobase una ley que:
“… otorgaría al gobierno prácticamente un poder ilimitado sobre la vida, la libertad y la propiedad de todos los súbditos de Su Majestad en Gran Bretaña. En términos generales, los poderes que concedía el Parlamento eran absolutos. La ley iba a incluir el poder, mediante una Orden del Consejo, de establecer las Normas de Defensa que obliguen a poner a disposición de Su Majestad a las personas, sus servicios y los bienes que a el le parezcan necesarios u oportunos para garantizar la seguridad pública, la defensa del Reino, el mantenimiento del orden público o la eficaz persecución de toda guerra en que se vea involucrada Su Majestad, o para mantener los suministros o servicios esenciales para la vida de la comunidad”.
Esto se traduciría en la intervención en los salarios y las relaciones laborales, el control de todos los bienes de forma generalizada, el control de todos los establecimientos, incluidos los bancos, o el cobro de un impuesto del 100% sobre los beneficios extraordinarios, entre otras medidas.
No obstante, Sir Winston Churchill sabía que la puesta en marcha de estas medidas, por si solas, no le garantizaría la victoria sobre el Ejército alemán o, al menos, evitar el desembarco en sus costas. Churchill tenía muy claro que era necesario recuperar la iniciativa y aprovechar el milagro de Dunkerque para montar una contraofensiva. Sus instrucciones al general Ismay fueron muy claras y precisas:
“Nos preocupan mucho (y sin duda es prudente que así sea) los peligros de un desembarco alemán en Inglaterra, aunque tengamos el dominio de los mares y dispongamos de una fuerte defensa aérea gracias a nuestros cazas. Cualquier cala, cualquier playa, cualquier puerto se ha convertido en un motivo de preocupación. Además, pueden sobrevolarnos los paracaidistas y apoderarse de Liverpool, o de Irlanda, o de lo que sea. Todo esto está muy bien si genera energía. Pero si a los alemanes les resulta tan difícil invadirnos, a pesar de nuestra capacidad marítima, a alguien se le puede ocurrir preguntarse por qué no podemos nosotros hacer lo mismo. No debemos permitir que el hábito mental de estar siempre a la defensiva, que ha sido la perdición de los franceses, arruine toda nuestra iniciativa. Tiene suma importancia que los alemanes mantengan la mayor cantidad de fuerzas a lo largo de la costa de los países que han conquistado, y tendríamos que ponernos a trabajar de inmediato para organizar fuerzas de ataque en estas costas en que la población está de nuestra parte. Estas fuerzas podrían estar compuestas por unidades independientes, muy bien equipadas. Se garantiza la sorpresa por hecho de que su destino se ocultará hasta último momento. Lo que hemos visto en Dunkerque demuestra lo rápidamente que las tropas pueden salir de (y supongo que también entrar en) puntos seleccionados si hiciera falta. Sería maravilloso conseguir que los alemanes tuvieran que preguntarse en qué lugar recibirían el siguiente ataque en lugar de obligarnos a amurallar y techar la isla. Hemos de hacer un esfuerzo para sacudirnos este sometimiento mental y moral a la voluntad y la iniciativa del enemigo.”
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